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La llegada de los inmortales

De | Relato de los héroes griegos

¿Qué formas son estas que se acercan tan blancas a través de la sombra?
¿Qué vestidos, que aventajan
el brillo de la retama de dorada flor?
Cantan primero al Padre de todas las cosas, y luego al resto de los Inmortales, la acción de los Hombres.

MATTHEW ARNOLD, Empédocles en el Etna

Si alguna vez tienes la fortuna de visitar la hermosa tierra de Grecia, encontrarás un país hechizado por más de tres milenios de historias y de leyendas. Imponentes montañas que bajan resbalando por empinadas laderas hasta el más azul de los azules mares. Y entre las montañas, valles adornados de verde y plata con las hojas de un millón de olivos, dorados de trigo al comienzo del verano y luego pardos y blancos cuando el ardiente sol todo lo seca. Hasta los anchos ríos se convierten en rumorosas corrientes que dudan por los lechos de piedras grises y amarillas.

En invierno y al comienzo de la primavera los montes se adornan de nieve, la bruma oculta las tierras altas y los ríos se vuelven torrentes que rugen hacia los grandes golfos y bahías: entrantes del mar que dividen Grecia en regiones aisladas con la misma contundencia con que lo hacen las montañas.

Al recorrer el territorio griego cuando termina la primavera, al dejar atrás las bulliciosas ciudades, retrocedes a los días antiguos. En las verdes cuestas que remontan hasta las elevadas cimas de los más altos picos: el Parnaso, el Taigeto o el Citerón, puedes sentarte e imaginar que retrocedes a la época en que no era extraño dar con un Inmortal arriba de un monte, entre los campos de olivos o en un valle solitario.

A lo lejos un cabrero toca su flauta para el rebaño, las mágicas notas flotan en el cálido silencio. Seguro que es Pan, mitad hombre y mitad cabra, protector de los primeros pastores.

Entre las hojas de olivo se vislumbran los restos de un templo con sus columnas grises, doradas o blancas. Cada montón de ruinas tiene su propia historia: leyenda o relato inventado, quién lo sabe, basado quizá en algún olvidado suceso.

Por el mar azul, con sus bandas del color del vino púrpura, se ven las islas esparcidas en la distancia. También ellas tienen algo que contar. ¿Será aquella Delos, tal vez? Nadie vive allí ahora, pero los vestigios de ciudades y templos, de puertos y teatros, salpican la costa y la cima de la colina en que nacieran Apolo, el Centelleante, y su hermana Artemisa, la Doncella Cazadora. ¿O puede que sea la abrupta y rocosa Ítaca? La isla de la que zarpó Odiseo hacia la guerra de Troya, y a la que volvió tras diez años de vagar por extraños mares preñados de quimeras.

Con la sobrecogedora belleza de Grecia como marco, no es de extrañar que los antiguos griegos creyeran que las montañas y los valles, los bosques y los ríos, el mismísimo mar, estuvieran habitados por Inmortales. Ninfas del bosque que bailaban entre los árboles, o ninfas del agua que se deslizaban en las rumorosas corrientes: hadas de tamaño humano que no morían y que tenían poderes vedados a los hombres. También ninfas marinas —sirenas, aunque no todas tuvieran cola de pez— y extraños seres de las ignotas profundidades tan crueles y feroces como el mismo mar cuando se desataba la tormenta. Y también un rey, más poderoso aun que las ninfas, el Inmortal llamado Poseidón, que surgía de entre las aguas en su carro tirado por caballos de blanca espuma, blandiendo su tridente: la lanza de tres puntas que era su cetro, el emblema de su poder.

En la tierra también había poderes Inmortales. Apolo, refulgente como el sol, señor a la par de la música y la poesía; Artemisa, la Cazadora, protectora de todas las cosas salvajes; el feroz Ares, el señor de la guerra, cuyo temible alarido resonaba en el fragor de la batalla, cuando volaban las lanzas y las espadas de bronce o hierro chocaban contra escudos y yelmos; Atenea, la Inmortal Señora de la Sabiduría; la amable Diosa Madre, Deméter, que hacía crecer el trigo y nacer a los jóvenes corderos, con su hermosa hija Perséfone, obligada a pasar la mitad del año en el Reino de los Muertos mientras el oscuro invierno se extendía sobre la tierra.

También estaba Afrodita, Señora Inmortal del Amor y de la Belleza, con su hijo Eros, que disparaba las flechas invisibles que desataban la pasión en los jóvenes pechos; estaba Hefesto, más diestro que ningún mortal forjando el bronce, el oro y el hierro, cuya fragua se hallaba en la isla de Lemnos, con un volcán como su horno-chimenea; estaba Hermes, el de alados talones, el veloz

mensajero, más astuto que cualquier humano; y Dioniso, que insuflaba tal poder a las uvas que se podían fermentar en vino para gozo y descanso de la humanidad; y la tranquila Hestia, Señora del hogar y guardiana de su fuego, pues la lumbre era el corazón de la casa en los días en que no era fácil hacer brotar la primera llama.

Estos y algunos más eran los Inmortales, y grandes eran sus poderes, aunque también ellos estaban sometidos a leyes y tenían un señor que se las imponía. Y este no era otro que Zeus, el Rey del Cielo y de la Tierra, que blandía la centella y que era el padre de los Mortales y de los Inmortales. Su Reina era Hera, Señora del Matrimonio y protectora de los niños. Zeus tenía poder sobre todos los Inmortales, aunque rara vez lo ejercía sobre sus dos hermanos: Poseidón, Señor del Mar; y Hades, Señor de los Muertos, cuyo reino de sombras se extendía por debajo de la tierra.

Los «Dioses», llamaban los griegos a estos Inmortales, y los adoraban ofreciéndoles sacrificios en sus templos: a Zeus en Olimpia, a Apolo en Delfos, a Atenea en Atenas, y así con todos ellos. Cuando empezaron a contar sus historias, tenían una idea muy vaga de cuál podía ser su aspecto, y de forma natural los imaginaron parecidos a ellos mismos, aunque mucho más poderosos, hermosos y libres. Tampoco les resultaba extraño que dioses y diosas pudieran ser crueles o mezquinos, falsos, egoístas, celosos e incluso malvados, según nuestras propias ideas, tal como ellos mismos lo hubieran sido de haber disfrutado de sus prodigiosas facultades.

Otra cuestión es que los griegos de cada pequeño reino y ciudad, y de cada una de las islas, tejían su propia red de relatos, sin conocer las que se contaban al otro lado del mar o más allá de las montañas. Más tarde, cuando los aedos empezaron a viajar de lugar en lugar y la escritura se fue haciendo más común, la gente trabó contacto con los habitantes de otras partes de Grecia, percatándose entonces de que muchas historias no coincidían.

«Hera es la esposa de Zeus», proclamaban los habitantes de Argólide.

«¡Tonterías!», replicaban los de Arcadia, «¡se casó con Maya y de su unión nació un hijo llamado Hermes!». «¿De qué estáis hablando?», protestaban los de Delfos o los de Delos, «¡Leto se llama la esposa de Zeus, y tuvo con ella dos hijos, Apolo y Artemisa!».

Y bien, solo había una solución posible para tanta confusión. Acordaron que Zeus debía haber tenido muchas esposas. Pero Hera, siendo la más importante de las Inmortales, era obviamente la auténtica Reina del Cielo y,

como le hubiera sucedido a cualquier mujer en esas circunstancias, sentía unos celos terribles.

En aquellos primeros tiempos los griegos tenían varias esposas, igual que los habitantes de Egipto, o los de Turquía y la India hasta muy recientemente. Sin embargo en Grecia solía haber una única esposa legítima, las demás eran siervas, mujeres capturadas en la guerra que cada vez más eran consideradas como meras esclavas; bien tratadas, pero forzadas a hacer lo que se les ordenaba.

De esta forma no era difícil concebir a Zeus o a Apolo comportándose igual que Teseo, rey de Atenas; y por supuesto, ahí estaban los reyes de Asia, que siempre habían dispuesto de harenes bien surtidos. En Asia se encontraba Troya, y lo más normal era que el rey Príamo tuviera cincuenta hijos, siendo Hécuba, la reina de Troya, tan solo la principal de sus esposas.

Cada una de las pequeñas polis griegas, o ciudades-estado, tenía su propia familia real; y a cada una de ellas le gustaba hacer remontar sus ancestros hasta uno de los dioses. Lo mismo sucedía en Inglaterra hace mil años: a Alfredo el Grande le gustaba imaginar que descendía de Odín, que para sajones y daneses ocupaba el mismo lugar que Zeus había tenido en el panteón griego. De hecho, si atendemos a los cronistas medievales, ¡la propia familia real inglesa, hasta la soberana reinante hoy en día, puede trazar su ascendencia por una parte hasta Odín y por otra hasta Antenor, pariente del mismísimo rey Príamo de Troya!

¡Ciertamente Hera tenía motivos para estar celosa! Y bien que lo estaba

—o por lo menos eso cuentan las historias— de las compañeras mortales de Zeus, quien parecía tener una amante en cada reino, ¡igual que se decía de los marineros y sus amores portuarios!

Los griegos no estaban aún muy civilizados cuando empezaron a elaborar sus relatos de dioses y diosas, por lo que dichas leyendas les parecían perfectamente verosímiles. Con el transcurrir del tiempo, y según iban progresando en su pensamiento y saber, algunos griegos empezaron a reflexionar sobre aquellas historias, y se dieron cuenta de que en realidad solo había un único Dios, un dios magnánimo y justo, mejor que el más bueno de los hombres.

Seguro que ese Dios no podía ser otro que Zeus, por lo que el mismo Zeus tenía que haber ido creciendo en bondad, de modo que, gracias al sufrimiento, había llegado a entender la auténtica importancia de la Misericordia.

Entonces los contadores de historias se dieron cuenta de que esta idea se ajustaba bastante bien a los relatos primitivos de los dioses ya que, en los primeros tiempos, antes del advenimiento de Zeus, habían existido otros dioses muy diferentes, criaturas terribles que apenas si mostraban el más mínimo rasgo humano. Estos seres primigenios eran tan brutales y despiadados como lo puedan ser tempestades o terremotos, las olas más devastadoras o los volcanes en erupción. Estos entes terroríficos eran los hijos del Cielo y de la Tierra, según las primeras de todas las leyendas, aquellas compuestas por nuestros más primitivos ancestros en el albor de los tiempos. Eran Gigantes y Titanes, ogros y monstruos pavorosos de muchos brazos o con descomunales colas de serpiente. La más horripilante de aquellas pesadillas se llamaba Crono, y era el padre de los verdaderos dioses, de Zeus, Poseidón y Hades, y de las diosas Hera, Hestia y Deméter.

No podemos imaginar el aspecto de Crono. Los griegos que soñaron sus leyendas no se atrevieron a hacerlo. Su nombre significa «Tiempo», pero no fue hasta la época de los romanos cuando llegaron a concebirlo como una figura amable y paternal, el Padre Tiempo, con su guadaña y su reloj de arena. El Crono original era muy diferente. Blandía una guadaña, ciertamente, o por decir mejor, una hoz, ¡mas la usaba para arrancar pedazos de su propio

padre, Urano, el Cielo!

—¡Has conseguido imponerte al fin —le dijo el Cielo—, pero has de saber que tus hijos te tratarán como tú nos has tratado a nosotros, o aun peor!

¡Te encadenarán en una terrible prisión y uno de ellos regirá el mundo en tu lugar! —y lo que decía el Cielo lo mantenía también la Tierra, y Crono sabía que la Tierra no puede mentir.

—¡Ya veremos! —rugió Crono, y empezó a devorar a sus hijos en el instante mismo en que iban naciendo… igual que hace el Tiempo tragándose los años, uno detrás de otro. Primero se comió a Hestia, luego a Deméter y a Hera; y después a Hades y a Poseidón.

Esto era excesivo para su esposa y madre de aquellos dioses, Rea, a pesar de ser una criatura de la misma naturaleza que Crono. Por eso, en el momento en que nació Zeus, lo escondió en una cueva en la isla de Creta.

—¿Dónde está el niño? —exigió el desaforado Crono, y Rea le entregó una enorme piedra envuelta en ropas de recién nacido… y Crono la engulló, creyendo que se tragaba al último de sus hijos.

Mas Zeus permanecía seguro en Creta, protegido por las ninfas de las montañas, las hijas de la amable Madre Tierra. Cuando hubo crecido lo suficiente, buscó consejo de la Titánide Metis, también llamada Pensamiento,

que le proporcionó una hierba mágica que Zeus puso en el vino de Crono. El Titán sintió unas náuseas terribles y vomitó los hijos que había devorado, que seguían estando muy vivos y poseídos ahora por una furia terrible.

También vomitó la piedra, que hoy en día se puede contemplar en el lugar en el que fue a caer, en Delfos. Junto a ella hay otro gran peñasco que Zeus colocó allí para señalar el centro de la tierra; para calcularlo soltó dos grandes águilas, una desde cada uno de los dos confines del mundo, y las dos se fueron a encontrar exactamente en ese lugar de Delfos.

Luego, durante diez años, Zeus y sus hermanos batallaron contra Crono y los Titanes, a los que por fin consiguieron derrotar con el auxilio de los Cíclopes. Estos eran gigantes de un solo ojo situado en medio de la frente. Los Cíclopes forjaron rayos que Zeus arrojó contra sus enemigos; y también fundieron el tridente con el que Poseidón encrespaba el mar para ahogar a sus enemigos; y fabricaron un yelmo de invisibilidad para Hades, quien, mientras lo llevaba puesto, podía deslizarse sin ser visto a la espalda de los Titanes.

Cuando concluyó la guerra, Zeus encerró a Crono y a los demás Titanes en el Tártaro, una prisión de fuego situada debajo de la tierra. Con el tiempo las almas de los hombres malvados también fueron enviadas allí para sufrir tormento junto a ellos.

Zeus y sus hermanos echaron suertes para determinar quién debía regir el aire, quién el mar y quién el mundo subterráneo; y de esa forma Zeus se convirtió en Rey del Cielo; Poseidón, en Señor de las Olas; y a Hades le correspondió el Reino de los Muertos.

Entonces hubo paz, y Zeus ordenó que se construyeran los palacios de los dioses. Pero si su palacio dorado estaba en el Monte Olimpo al norte de Grecia, o en alguna otra montaña coronada de nubes entre los cielos, los griegos nunca fueron capaces de determinarlo.

A continuación Zeus empezó a curar las heridas de la pobre y maltratada tierra, pues los Titanes habían destrozado incluso las montañas más grandes utilizándolas como proyectiles, llevando la desolación allá por donde fueron.

No todos los Titanes habían participado en aquella guerra, pues las historias cuentan que Helio, que conducía el carro del Sol, era un Titán; igual que Selene, la Luna; o incluso Océano, la personificación del agua. Y estaban Metis, el Pensamiento; y Temis, la Justicia; y Mnemósine, la Memoria, madre de las nueve Musas, que vivían en el Monte Helicón. Las Musas, por supuesto, se ocupaban de las Artes: Historia, Poesía Lírica, Comedia,

Tragedia, Danza, Poesía Amorosa, Himnos, Épica y Astronomía; y eran las compañeras especiales de Apolo.

Uno de los Titanes prisioneros en el Tártaro era Jápeto. Tenía tres hijos, dos de los cuales ayudaron a Zeus de muchas formas. El tercer hijo, el único con apariencia de Titán, era Atlante, que luchó contra Zeus y que, como castigo, fue condenado a soportar sobre sus hombros el peso del cielo, puesto en pie sobre el monte Atlas, en el norte de África.

Los dos hijos de Jápeto que ayudaron a Zeus fueron Prometeo y Epimeteo. El primero de ellos constituye una de las figuras más importantes de toda la cosmogonía griega.

De | Relato de los héroes griegos
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